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Apagones

Así viví el Gran Apagón: crónica del día en que toda España se quedó a ciegas

Si la pandemia dejó la imagen icónica e impensable de la Gran Vía madrileña completamente desierta, el Gran Apagón hizo todo lo contrario: congestionó algunas calles y casi todos los bares.
Publicado 29 Abr 2025 – 08:50 AM EDT | Actualizado 30 Abr 2025 – 03:32 AM EDT
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Primero pensé que me habían saltado los plomos en casa. Luego escuché a los vecinos quejarse de que se había ido la electricidad. Se me había quedado el trabajo a medias y me dispuse a darme internet con los datos del móvil, pero tampoco funcionaba. Intenté avisarle a mi compañero y no me salían los mensajes de WhatsApp. Tragué en seco cuando comprobé que no podía ni siquiera hacer una llamada telefónica. Estaba completamente incomunicada y entonces comprendí que había ocurrido algo grave.

Minutos después de las 12:30 del mediodía, toda España se quedó a ciegas. Y Portugal, y Andorra, y partes del sur de Francia, como supimos luego. ¿Que podía haber pasado? "Ciberataque seguro". "Los rusos. ¿Quién si no?", eran algunos comentarios de esquina. También se habló de un fenómeno meteorológico extraño, y por supuesto, los más conspiranoicos enseguida denunciaron un intento de control social.

Pero con la incomunicación no había manera ni siquiera de desinfomarse. Tras el pequeño pánico inicial y después de comprobar que al menos tenía agua corriente, garrafas adicionales y suficientes víveres para aguantar la contingencia, la cubana que soy decidió relajarse y aprovechar el tiempo forzadamente libre para cortar las yerbas del patio.

Vivo en un pueblo de las afueras de Madrid, y en mi entorno no parecía haber demasiado caos, pero el gran hormiguero que es la capital se volvió mucho más agitado y nervioso de lo normal, empezando por los padres que fueron corriendo a recoger a sus hijos ante lo que parecía ser el fin del mundo y se encontraron con que no funcionaba el metro, ni el tren de Cercanías, nada.

Los autobuses tuvieron que asumir de pronto todo el peso del transporte público de una ciudad extensa y masificada, plagada de servicios y trabajadores que se mueven de un lado a otro y que trabajan en el centro pero viven en las afueras. Una imagen icónica del día fue ver a multitudes de personas caminando en bloque por las congestionadas avenidas capitalinas. Para variar, muchos tuvieron que ir al trabajo o volver a casa andando no pocos kilómetros, junto a vecinos y conocidos, quejándose de la situación, hablando mal del gobierno y divulgando teorías sin fundamento.

Si la pandemia dejó la gran imagen icónica e impensable de la Gran Vía madrileña completamente desierta, el Gran Apagón hizo todo lo contrario. Y esta vez nos tomó aún más desprevenidos.


Desde mi casa, tras volcar mi ansiedad en las yerbas del patio y de haberle dedicado más tiempo del habitual a mi hija, me debatía entre salir a la calle a presenciar la distopía o quedarme en la quietud hogareña y seguir con esas otras tareas de la lista que nunca se hacen.

Me sorprendí muchas veces mirando el móvil, a pesar de que ya sabía que estaba incomunicado y que en lugar de las barritas de cobertura se veía un símbolo de no disponibilidad. Fue inquietante descubrir mi adicción a ese dispositivo, y cómo a pesar de la falta de servicio, lo tuve en la mano durante, al menos, las dos primeras horas del apagón.

Periodista al fin, decidí salir a la calle, pero en el carro, para aprovechar y cargar los teléfonos y sobre todo, para escuchar la radio y enterarme de lo que estaba pasando. ¡La radio! ¡Qué gran redescubrimiento!

Por la radio supe la magnitud de la situación y que las causas del desastre seguían bajo investigación. Inicialmente no se descartaba un ciberataque, pero el gobierno decía que no había indicios de que hubiera ocurrido uno. Lo que reportaban es que de pronto desapareció un 60% de la oferta energética del país y eso arrastró a todo el sistema. Francia tuvo que cortar rápido la conexión con España, para no verse arrastrada en la caída. Portugal también se quedó a oscuras y dijo que la falla venía del sistema español.

Lo cierto es que de pronto todo un país se quedó a ciegas, en un mundo hiperconectado, digitalizado hasta en las esferas más básicas de la existencia. Los hospitales, por suerte, siguieron funcionando con normalidad, porque tienen generadores, aunque cirugías e intervenciones que no fueran prioritarias quedaron pospuestas.

Sin dudas, el peor síntoma del Gran Apagón fue cómo de pronto se detuvo el flujo del transporte por las arterias de todo el país y miles de viajeros quedaron varados en estaciones de trenes y aeropuertos, lejos de casa. Allí pasaron la noche, incluso cuando la electricidad ya se recuperaba casi en su totalidad. El servicio de trenes no volvió a echar andar hasta este martes, y de forma paulatina. 24 horas después, todavía hay personas varadas y afectaciones en la telefonía, entre otros.


También hubo que rescatar a algunas encerradas en ascensores, en vagones de tren.

Sin embargo, algunos, tal vez los más románticos, alababan cómo en medio del caos del tráfico madrileño, sin semáforos en plena hora punta, la gente había conseguido organizarse, respetando el turno, cediendo, dando paso a las oleadas de peatones, sacándose de debajo de la manga las cartas de la paciencia y la solidaridad.

Los supermercados cerraron enseguida que se fue la luz y se supo que la cosa iba para largo. Escuché que algunos se quedaron medio abiertos durante un rato, vendiendo bienes de primera necesidad como pan, leche, garrafas de agua o papel higiénico, el producto estrella de los apocalipsis. Pero los pequeños negocios familiares, mercaditos, fruterías, fueron los más favorecidos, pues siguieron vendiendo, aunque cobrando en efectivo, otra gran debilidad de estos tiempos, identificada demasiado tarde, ya que los cajeros electrónicos no funcionaban. Quien tenía cash llevaba ventaja.

En las pequeñas ferreterías de mi barrio hubo más actividad de la habitual. Sobre todo los más mayores, se acercaban a menudo buscando linternas, generadores, radios, pero no encontré ninguna que tuviera nada de eso, a pesar de lo cual la gente se quedaba un rato a charlar y conspirar y contar lo último que sabían de la situación.

Otra postal del día: los grupos de personas desconocidas arremolinadas en un banco del parque o en medio de la acera alrededor de un pequeño transistor que alguien había tenido el gran gesto de compartir públicamente. Ahí se suscitaba el debate, las teorías y también, por supuesto, los chistes y las risas.


Como suele pasar en España en los mejores y peores momentos, tras asimilar la contingencia la gente terminó peregrinando hacia los bares y cafeterías. En un día afortunadamente radiante y soleado, muchos pasaron las últimas horas de la tarde compartiendo unas cañas menos frías de lo normal, pero cervezas al fin.

De hecho, con los bares abarrotados empezó a llegar otra vez el servicio eléctrico, internet, la cobertura del móvil, y nadie se apuró para irse a casa. Se compartieron vítores y alegrías en el bar, y desde allí empezaron las videollamadas y la puesta al día con familiares y amigos.

Entre la avalancha de mensajes que irrumpió en mi móvil en cuanto tuve servicio, cerca de ocho horas después, he de decir que muchos eran memes. En varios de los grupos de WhatsApp las personas también contaban que por fin habían conocido a varios de sus vecinos o que habían pasado rato jugando con sus hijos o tomando el sol en el parque, o bromeaban en serio confesando el trabajo que les había costado encontrar un lugar sin Google Maps.

En fin, que, sin restar importancia a quienes enfrentaron verdadero peligro (como quienes dependen de dispositivos para respirar) así como al daño económico real por el peor apagón de la historia de España, la cosa tampoco fue para tanto, al menos en mi experiencia, y tal vez porque siendo cubana tengo un entrenamiento casi innato para esos acontecimientos. Pero no fui la única.

En todo caso, me quedo con otra postal del día: mi cuñado acogió a varias de los cientos de personas que se quedaron varadas en un tren en su pequeño pueblo de la provincia de Zaragoza. Fue hasta allí y se llevó a dos familias con niños para su casa, para que no pasaran la noche en el suelo del pabellón del pueblo. Cuando por fin tuvo internet, nos mandó una foto de su hijo, compartiendo su cama con otras dos niñas desconocidas, pero a partir de ahora, sus nuevas amigas.

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