Retratos de una nueva oportunidad: La puerta de salida

Hay pocas experiencias más traumáticas para un ser humano que ser recluido en una prisión. Sin embargo, aunque parezca increíble, cruzar la puerta en el sentido contrario, hacia la ansiada libertad, puede resultar peor. Muchas condenas menores terminan siendo en la práctica cadenas perpetuas. El sentenciado jamás puede dejar atrás su pasado. Ni las autoridades ni la sociedad lo perdonan. La sospecha lo sigue el resto de la vida y su reincidencia en el delito se da por hecha. Las oportunidades de trabajo formal y legal son escasas o inexistentes. Aún más grave resulta que las propias familias, con frecuencia, se niegan a aceptar al antiguo encarcelado.
El sistema penitenciario de Estados Unidos se concentra más en el castigo que en la resocialización. Las normas carcelarias son severas para imponer el extrañamiento del condenado pero poco dadas a considerar el retorno de ese ser humano a la comunidad. La vida diaria tras las rejas se convierte en una lucha por la supervivencia que frecuentemente cruza la frontera de la criminalidad. En cambio, resulta secundario el aprendizaje de un oficio para volver a la comunidad e integrarse como persona respetada y productiva.
La miopía institucional que termina dificultando, o impidiendo, la reinserción de los pospenados –y frecuentemente empujándolos a la reincidencia en el delito– tiene su manifestación correspondiente en el núcleo familiar. En numerosas ocasiones la solidaridad familiar con la persona presa va disminuyendo con el paso del tiempo, hasta prácticamente desaparecer durante una larga sentencia. La prisión es una especie de muerte en vida para las familias de quienes están encarcelados. Al duelo le sigue la resignación y después llega el inexorable olvido. Mientras la persona en prisión sueña con volver a encontrar los afectos y las personas como las dejó, la vida sigue avanzando para las familias. Por eso los reencuentros usualmente son frustrantes. Nada es como se soñó ni para el que vuelve de la cárcel, ni para quienes se quedaron esperándolo.
Como si esto no fuera suficiente hay cifras que muestran que los sectores más necesitados de Estados Unidos padecen en mayor grado estas iniquidades sistémicas. Es diciente que la diferencia proporcional entre la población general y la carcelaria. Según la Oficina de Estadísticas de Justicia aunque los blancos son casi 60% de los habitantes de Estados Unidos, el 31% de los encarcelados pertenece a ese grupo demográfico. En cambio los afrodescendientes, que son apenas un poco más del 14% de la población, son el 32% de los internos carcelarios.
Los afrodescendientes e hispanos tienen más posibilidades de ser encarcelados que una persona de ascendencia anglosajona. Según las cifras oficiales la probabilidad de que un latino vaya a la cárcel es más de dos veces mayor que la de un blanco. El caso de los afroamericanos es aún peor: ellos tienen casi cinco veces más probabilidades de ser sentenciados que un anglosajón. Las oportunidades de reinserción también son menores para de estas minorías.
La marginalización de los antiguos encarcelados los perjudica a ellos primordialmente, pero también a la sociedad que pierde la oportunidad de reintegrarlos a la vida comunitaria y productiva. A pesar de este panorama hay casos exitosos que muestran que es posible lo que hoy resulta excepcional.
Los retratos de David Maris son fotografías portentosas pero más allá de esa virtud son también imágenes del alma de personas que han sufrido estas circunstancias, cada uno en su respectiva medida, y las han logrado superar: Una pareja que terminó al mismo tiempo separada y unida por la cárcel. Una mujer condenada, hija de otro condenado y muerto en prisión, que encuentra una nueva oportunidad cuando creía que la vida le había negado todas. La historia de un reincidente que descubre en el arte su camino de escape de la pesadilla. O la de un joven que reconstruye su vida ayudando a otros a edificar a encontrar su oportunidad. También la historia de un interno que se hace abogado explorando una solución para si mismo y termina volviéndose el consejero legal de sus compañeros de infortunio que nunca tuvieron una defensa que les ayudara a entender que la ley que los castiga también los ampara.
Cada uno de los testimonios ha sido rigurosamente editado hasta convertirlo en un párrafo rotundo, casi un pie de foto, para ilustrar la esperanza, la recuperación de la autoestima y el largo pero posible camino de resocialización. El notable trabajo –y la sensibilidad– de Olivia Liendo, Ana María Carrano, Tamoa Calzadilla y María Gabriela Méndez, hacen de este libro una referencia imprescindible para entender la realidad de las personas que necesitan esta segunda oportunidad.
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