De cuando el macho Trump nos acosó a todas

En su patética “disculpa” del viernes por la noche, el candidato Trump afirmó que “hay una enorme diferencia entre las palabras y las acciones de las personas” y que el escándalo reciente no es más que “una distracción”. Aseguró haber cambiado y que lo que dijo entonces no refleja la persona que es hoy.
Sus defensores desestimaron el incidente como una inofensiva y típica charla casual de bar o de vestidor de un gimnasio. Boys will be boys…
Pero no es así. Las palabras cuentan, y cuentan mucho y el acoso no tiene que ser violento ni físico para ser considerado acoso.
Cuando iba a la secundaria, una escuela pública “solo para niñas”, conocí el machismo en su más asquerosa expresión. Cada día, entre mi casa y la escuela, tenía que caminar varias cuadras, vistiendo un riguroso uniforme que consistía de camisa blanca, suéter verde, falda gris de cuadritos, calcetas blancas y zapatos negros. Y cada día, casi religiosamente, me topaba con un tipo que llamaba mi atención silbando, haciendo muecas o ruiditos asquerosos con la boca, diciéndome cosas como “sabrosa”, “reinita”, “chula” “¿te acompaño?”... Unas veces los esquivaba cambiándome de banqueta; otras, le subía al máximo el sonido de mi Walkman y caminaba de prisa sin levantar la cabeza y otras tantas, de plano me metía a una tiendita o farmacia hasta que el tipo en cuestión desapareciera. Y así, básicamente, pasé gran parte de mi adolescencia: esquivando bullys porque, como me informaron desde chiquita, México es un país de machos y pues ahí me tocó vivir.
Eso fue ya hace mucho tiempo, pero ayer, luego de escuchar al candidato Trump hablando de las mujeres como objetos que “se pueden agarrar cuando uno es rico y famoso”, recordé con asco esos días de acoso sexual en las calles de México. Y es que ¿para qué darle más vueltas? Entre esos tipos que silbaban y acosaban jovencitas afuera de las escuelas y el señor Trump hay una sola diferencia: los primeros eran unos pobres diablos; en su mayoría hombrecitos frustrados nacidos en el seno de una familia pobre y con una pésima -- o nula -- educación. Trump es un señor con mucho dinero que quiere ser presidente de Estados Unidos.
Cuando Trump dice que él puede hacer lo que sea con una mujer (tirársele encima, besarla por la fuerza, agarrarle la vagina, pues) no importa si está hablando de una mujer imaginaria, de una modelo de ésas que tanto le gustan o de una presentadora de un programa tonto de Hollywood: está hablando de todas nosotras y a nosotras ya nos fastidió tener que vivir esquivando machos, tanto de los que van por la calle lanzando improperios y llamándonos “mamacita” como los que se presentan de traje y corbata en la televisión.
El macho Trump no se metió con una, ni con dos, ni con tres; el macho Trump se metió con todas. Pero ya ni hacen falta más disculpas; lo mejor es que agarre bien fuerte sus genitales, se atiborre por siempre la boca de Tic-Tacs y abandone la carrera presidencial. Los machos ya nos tienen hasta la madre.
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